domingo, 5 de diciembre de 2010

Japón - España



Estoy en una calle  de Londres con un grupo de chicos y chicas españoles. Camino junto a ellos a pesar de que no hablo con nadie, sino que simplemente trato de entretenerme observando los edificios y fotografiando algunos de ellos. Me llama la atención la cantidad de chinos y japoneses que hay en el grupo de delante nuestra: todos hablan entre sí, excesivamente entusiasmados y con claros gestos de sorpresa y agrado. Me da una envidia horrible y, en un despiste de mi grupo, decido irme con los orientales pensando que puede que me diviertan mucho más.
Seguimos caminando por distintas avenidas, a la misma vez que me integro con el grupo, estableciendo una amistad más especial con una chica japonesa ya que habla un perfecto inglés, lo cual facilita nuestra comunicación. Una vez estamos en Euston St., me cuenta que cogeremos el metro para ir al aeropuerto y, una vez allí, tomar un avión de vuelta a Japón.
De repente, me asfixia un miedo horrible; me quejo y le explico que no puedo ir con ellos porque dentro de una hora tengo clase y si llego tarde Fuensanta me reñirá. La japonesa reacciona llamando a algunos amigos suyos, los cuales hacen un círculo alrededor mío, mientras me gritan al unísono que confíe en ellos y  simplemente trate de pasarlo lo mejor posible. Finalmente, cedo ante tanta insistencia pensando que, cuando llegue a Japón, podría coger un avión de vuelta a España y llegar a tiempo.
Una vez llegamos al aeropuerto, soltamos las mochilas mientras esperamos a que los paneles anuncien nuestra salida. El aeropuerto es enorme, nunca he visto algo tan descomunal. Los aviones dan verdadero miedo por sus dimensiones; siento un terror horrible: no sé qué hago allí, no sé qué voy a hacer en Japón, no sé cómo voy a volver para España, qué pasa si al llegar el grupo me abandona, no sé japonés, por qué aún sigo yendo detrás de ellos,…
Tras unos minutos de espera nuestro vuelo aparece señalado en los paneles y nos dirigimos hacia él; por el camino la chica japonesa me avisa del peligro que puedo correr al entrar en el avión si no tengo el conveniente cuidado.
 
Al avión se entra deslizándose por una especie de tobogán muy largo: nos sentamos, cogemos impulso y nos deslizamos hasta llegar al interior, el cual no es nada usual. El interior es un parque de bolas de colores lleno de camas elásticas. La japonesa me sujeta la mano y, sin pensarlo, comenzamos a correr y a saltar por todo este especio. En uno de nuestros bruscos saltos sobre una cama elástica, ésta se resquebraja, haciéndonos caer a una planta inferior del avión, la cual no sabíamos que estaba allí. Caemos de pie a este nuevo espacio con aspecto de autobús de AUCORSA: barrotes verdes, asientos grises, cristales amplios,… Pero las vistas a través de éstos lo hacían seguir siendo un avión al poder ver todos los edificios y los árboles desde la altura y, a la vez, poder sentir la velocidad del avión. Incluso se observa el puesto de mandos del piloto en el sitio que habitualmente ocupa el conductor.
Mi nerviosismo es cada vez mayor, tanto es así que comienzo a discutir con esta chica. Le grito, desquiciada y en español, que quiero volver a Córdoba del modo que sea porque al final faltaré a la clase de Geografía y decepcionaré a Fuensanta. Ni ella ni nadie de los que van en este avión-autobús entiende lo que estoy hablando y me miran casi despectivamente. Sé que estoy dando el espectáculo pero yo quiero volver a clase cueste lo que cueste.
El viaje se me hace infernal, sentada en una silla incómoda y sin poder ver qué estoy sobrevolando debido a la velocidad.

De una vez por todas, y sin saber cómo, puedo reconocer el paisaje: edificios y carreteras cercanos a mi colegio, lo que implica que ya estoy llegando. El avión en escasos segundos aterriza en el antiguo descampado de delante del instituto y, seguido de esto, abren sus puertas del avión como si yo lo hubiese solicitado a través de un botón. Me despido de la chica deseándole suerte en su vuelta mientras corro hacia la entrada del Instituto cuando, en ese mismo instante, suena la sirena del cambio de hora. Al fin, he llegado a tiempo.

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