martes, 7 de septiembre de 2010

¡El del pene!

Estoy de pie al comienzo de un túnel, el cual tiene las luces tan débiles que apenas distingo si el camino continúa recto o no. Ando, cada vez más rápido, hasta que mis pasos se convierten en una veloz carrera. Puedo correr rápido, muy rápido y no me canso. De repente, un exceso de luz blanca frena mi carrera; llego a un edificio. Hay demasiados objetos blancos, todo parece demasiado blanco y puro; yo, a diferencia del resto, visto de negro de nuevo con cierto aspecto de autoridad policial.
Oigo voces dentro del edificio y entro en él, dirigiéndome hacia la única puerta que veo. Al entrar, veo un grupo de ancianas sentadas en círculo y aplaudiendo mientras que, en un lateral de la habitación está Carlos apoyado en una encimera cortando tomate. Se gira, se dirige a mí y me ofrece un plato de tomate diciéndome: “Toma, ve dándoles”, a lo que obedezco con total normalidad.
Pongo en las manos de cada señora un trozo de tomate y, ellas, bastante excitadas piden que Carlos les cuente chistes. Yo cojo una silla, me siento entre ellas y Carlos en el centro del círculo cuenta chistes.
Las señoras no paran de reír, aplaudir, vitorear a Carlos y, de repente, a gritar enloquecidas: “¡El del pene! ¡Cuenta el del pene! ¡El del pene!”. Me siento algo incómoda porque no sé de qué se tratan tantas voces, la situación se vuelve algo caótica y él parece no saber controlarla. Las voces, cada segundo que pasa, son más enérgicas y más iracundas; mientras que las risas de algunas de ellas son cada vez más endemoniadas, más graves y más malévolas. Siento miedo y no veo nada que las pueda calmar así que, a la vez que el volumen de sus gritos y risas va aumentando, yo me voy haciendo más pequeña en la silla; hasta que desaparezco.

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